Cuenta hasta diez
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Tras ser abandonados por su madre, un chico y su hermano peque?o terminan en la red estatal de hogares de acogida. Sin embargo, quienes a partir de entonces ten?an que cuidar de ellos los dejan a su suerte. Y a?os despu?s…
Reed Solliday tiene m?s de quince a?os de experiencia en el cuerpo de bomberos de Chicago, luchando contra los incendios y, sobre todo, investigando su origen. Pero nunca hab?a presenciado nada parecido al reciente estallido de fuegos provocados por alguien fr?o, meticuloso y cada vez m?s violento. Cuando en la ?ltima casa incendiada aparece el cad?ver de una mujer asesinada, Reed se ve obligado a colaborar con la polic?a. Y la detective de homicidios Mia Mitchell es una mujer impetuosa, m?s acostumbrada a dar ?rdenes que a recibirlas, y se niega a aceptar que los motivos habituales puedan ser la causa de un odio tan calculado. Algo m?s se esconde detr?s de todo ello…
Una intriga absorbente por una de las autoras con mayor ?xito de ventas en Estados Unidos, Gran Breta?a y Alemania.
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Mitchell lo miró a los ojos.
– Supuse que lo habías hecho, aunque sabía que no me culparías.
– Mia, no tenía la certeza de que estabas bien… -Tragó saliva con dificultad-. Me figuré que habías decidido perseguirlos y yo no estaba para cubrirte las espaldas -se sinceró con un tono grave.
La detective rio con pesar.
– Los perseguí, pero no los encontré.
– Te ruego que no vuelvas a hacer lo mismo.
– ¿A qué te refieres? ¿A permitir que te disparen?
– También a eso -replicó Abe secamente-. Kristen dice que esta mañana te ha soltado una buena.
– Espero no tener que enfrentarme con ella en un tribunal. Me sentí como una mierda.
– Habrías sido lo peor de este mundo si Kristen no se hubiese compadecido. Le dijiste que aquella noche no prestabas atención. ¿Por qué? -Abe impidió que Mitchell se explicase-. No digas nada. Hace demasiado que somos compañeros y sabía que algo te preocupaba.
Mia exhaló un suspiro.
– Supongo que mi padre, el funeral… Me derrumbé.
Abe entornó los ojos porque no creyó ni una sola palabra. Mia pensó que ya sabía que no se lo tragaría.
– ¿Es tan malo que no puedes decírmelo?
Mitchell cerró los ojos y vio la lápida contigua a la de su padre y los ojos de la desconocida, que se cruzaron con los suyos.
– Si te digo que sí, ¿te ofenderás?
Abe titubeó unos segundos e inquirió en un tono bajo:
– Mia, ¿tienes problemas?
La detective abrió los ojos de par en par y reparó en la expresión preocupada de su compañero.
– No, los tiros no van por ahí.
– ¿Estás enferma? -Abe hizo una mueca-. ¿Te has quedado preñada?
– No y no.
Abe dejó escapar un suspiro de alivio.
– Tampoco tiene que ver con un hombre porque hace tiempo que no sales con nadie.
– Gracias -repuso Mia con ironía y Abe sonrió-. Casi lo había olvidado.
– Solo pretendía ayudarte. -La sonrisa de Abe se esfumó-. Si necesitas hablar, ven a verme, ¿de acuerdo?
– De acuerdo. -Mia se alegró de cambiar de tema-. Tengo novedades. ¿Te acuerdas de Getts y DuPree?
– Vagamente -respondió y su tono se volvió árido.
– Al parecer, heriste a DuPree antes de que Getts te disparara.
Abe entrecerró los ojos y se centró en el tema.
– Me alegro. Espero que al cabrón le duela hasta el alma.
– DuPree está todavía peor. -Más que sonreír, Mia se limitó a mostrar los dientes-. Hoy lo he detenido. Joanna Carmichael me dijo dónde estaba. -Abe abrió desmesuradamente los ojos y Mia asintió muy a su pesar-. Yo también me he llevado una soberana sorpresa. Supongo que tanto sigilo por su parte por fin da resultados. Lo lamentable es que Getts escapó.
– ¡Maldito sea! -espetó Abe con suavidad.
– Lo lamento.
– Mia, deja de decir tonterías. A ti también te disparó y ahora sabe que conoces el sitio en el que suele estar. Por si eso fuera poco, has detenido a su compinche. Getts desaparecerá una temporada o plantará cara.
– Me la juego a que se esconderá.
– Hasta que te pille por sorpresa. No les vi las caras, pero tú sí. Eres la única que puede identificar a Getts. Los buscábamos por asesinato y ahora se trata del intento de asesinato de un policía. ¿Crees que querrá verte vivita y coleando?
Mia ya lo había pensado.
– Tendré mucho cuidado.
– Dile a Spinnelli que, hasta mi regreso, te asigne un compañero que te cubra las espaldas.
– Ya lo tengo… al menos de forma provisional -se apresuró a añadir Mitchell al ver que Abe enarcaba sus oscuras cejas.
– ¿De verdad? ¿Quién es?
– Me han asignado a la OFI por un caso de incendio provocado con homicidio. Se llama Reed Solliday.
Abe se inclinó.
– ¿Y qué más? ¿Es joven o viejo? ¿Es novato o experimentado?
– Posee bastante experiencia y pocos años más que tú, los suficientes como para tener una hija de catorce años. -Mia se estremeció de forma exagerada-. Lleva los zapatos demasiado brillantes.
– Deberían azotarlo.
Mitchell rio entre dientes.
– Al principio me resultó desagradable, pero creo que es un buen tipo.
Abe abrió la bolsa y Mia supo que estaba todo perdonado.
– ¿Quieres? -preguntó el detective.
– Me he comido mi ración cuando venía para el hospital. Si la enfermera pregunta algo, la bolsa contiene fotos de delincuentes.
Abe miró furtivamente en dirección a la puerta e inquirió:
– ¿La oyes?
Mia disimuló la sonrisa.
– Me parecía que no le tenías miedo a las enfermeras ni a su cháchara.
– Te he mentido. La enfermera de noche es el anticristo. -Abe cogió un trozo de baklava y se recostó en la almohada-. Háblame del incendio provocado y no te saltes ni una coma.
Lunes, 27 de noviembre, 23:15 horas
Penny Hill no estaba en casa. ¿Por qué no estaba?, se preguntó. Miró la hora y volvió a observar la casa que la noche anterior había examinado meticulosamente. La víspera, la mujer estaba y a las once ya se había acostado. Esa noche él había regresado dispuesto a actuar, pero la mujer no estaba. Oculto por los frondosos árboles de hoja perenne, miró por la ventana hacia el interior y solo vio un perro que dormía en el suelo de la sala. Apretó los dientes.
Tenía tres opciones: la primera, regresar al día siguiente por la noche; la segunda, incendiar la vivienda en ausencia de la mujer y, la tercera, tener paciencia y esperar. Evaluó las posibilidades y los riesgos de la espera y de que lo viesen. Pensó en las recompensas de la cacería. La última vez había renunciado a la presa debido a su ansiedad por las llamas. Esa noche quería algo más. Se acordó de la pequeña Caitlin y experimentó un estremecimiento de inquietante placer. Recordó la energía que había discurrido por su cuerpo y ese ímpetu indescriptible.
Deseaba volver a sentir el mismo ímpetu, el poder total y absoluto de la vida y la muerte.
Por no hablar del dolor… Quería que la muy zorra sintiese un gran dolor y pidiera clemencia.
Quería que Penny Hill pagase. Tensó los labios con actitud lobuna y decidió esperar. Al fin y al cabo, tenía tiempo, todo el tiempo del mundo, lo que lo diferenciaba de Penny Hill. Penny Hill contaría hasta diez y se iría al infierno.
Lunes, 27 de noviembre, 23:25 horas
Mia subió la escalera y llegó a su apartamento. Suponía que correr una hora le serviría para quemar energía y nerviosismo, pero solo había conseguido acabar bañada en sudor y con dolor en el hombro cubierto de esparadrapo. En cuanto abrió la puerta del piso reparó en la diferencia. El ambiente era cálido y olía a… ¿tal vez a mantequilla de cacahuete?
– ¡No dispares, soy yo!
Mia vació de aire los pulmones.
– Maldita sea, Dana, podría haberte herido.
La mejor amiga de la detective estaba sentada a la mesa de su pequeño comedor y había levantado los brazos.
– Te devolveré la mantequilla de cacahuete.
Mia cerró la puerta del apartamento y echó los cerrojos.
– ¡Ja, ja, ja! Una cómica muerta no le interesa a nadie. ¿Cuándo has llegado?
Dana y su marido habían llevado a sus hijos adoptivos a pasar Acción de Gracias en la costa oriental de Maryland con unos viejos amigos de Ethan.
– Ayer a medianoche. Esta mañana ha sido muy divertido levantar a los niños para que fuesen a la escuela. Los acompañamos al autobús y volvimos a la cama.
Mia sacó dos cervezas de la nevera.
– Y meterte en la cama con Ethan es tan desagradable… -se burló.
Dana sonrió.
– Sobreviviré. -Meneó la cabeza e hizo una mueca a la cerveza que su amiga le ofrecía-. Gracias, pero no. Combina mal con la mantequilla de cacahuete. -Dana esperó a que Mia se sentara-. No respondiste a mis llamadas telefónicas y estaba preocupada.
– Ponte a la cola. -Mitchell suspiró al ver la expresión irritada en los ojos castaños de Dana-. Lo lamento. Por favor, me siento como un disco rayado. Hoy no he hecho más que repetir que lo lamento.