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Cuenta hasta diez

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Cuenta hasta diez
Название: Cuenta hasta diez
Автор: Rose Karen
Дата добавления: 16 январь 2020
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Cuenta hasta diez читать книгу онлайн

Cuenta hasta diez - читать бесплатно онлайн , автор Rose Karen

Tras ser abandonados por su madre, un chico y su hermano peque?o terminan en la red estatal de hogares de acogida. Sin embargo, quienes a partir de entonces ten?an que cuidar de ellos los dejan a su suerte. Y a?os despu?s…

Reed Solliday tiene m?s de quince a?os de experiencia en el cuerpo de bomberos de Chicago, luchando contra los incendios y, sobre todo, investigando su origen. Pero nunca hab?a presenciado nada parecido al reciente estallido de fuegos provocados por alguien fr?o, meticuloso y cada vez m?s violento. Cuando en la ?ltima casa incendiada aparece el cad?ver de una mujer asesinada, Reed se ve obligado a colaborar con la polic?a. Y la detective de homicidios Mia Mitchell es una mujer impetuosa, m?s acostumbrada a dar ?rdenes que a recibirlas, y se niega a aceptar que los motivos habituales puedan ser la causa de un odio tan calculado. Algo m?s se esconde detr?s de todo ello…

Una intriga absorbente por una de las autoras con mayor ?xito de ventas en Estados Unidos, Gran Breta?a y Alemania.

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Mia miró a Solliday. Aunque su expresión era impasible, su mirada estaba cargada de dolor. Además, permaneció en silencio y la dejó llevar la voz cantante.

– Señor, no murió a causa del incendio -explicó la detective y reparó en que la señora Burnette alzaba bruscamente la cabeza-. Le dispararon. Suponemos que su muerte es un homicidio.

La señora Burnette se cobijó en los brazos de su marido.

– No puede ser.

La mirada de Roger Burnette no se apartó de Mia mientras mecía a su esposa y preguntó:

– ¿Hay alguna pista?

Mia negó con la cabeza.

– Todavía no. Sé que no es el momento más adecuado, pero tengo que hacerles varias preguntas. Ha dicho que Caitlin vivía en la residencia de la hermandad estudiantil. ¿En cuál?

– En TriEpsilon -respondió el señor Burnette-. Son buenas chicas.

Eso todavía estaba por verse.

– ¿Puede darnos los nombres de sus amigas?

– Su compañera de habitación se llama Judy Walters -respondió el padre con los dientes apretados.

– ¿Tenía novio?

– Lo tenía, pero rompieron. Su nombre es Joel Rebinowitz -repuso el señor Burnette con la mandíbula rígida.

Mia lo apuntó en la libreta.

– Señor, ¿el chico le caía mal?

– Hacía mucho el tonto y se corría demasiadas juergas. Caitlin tenía futuro.

Mia inclinó la cabeza.

– ¿A qué se debió la discusión del viernes?

– A sus notas -replicó el señor Burnette con tono seco-. Estaba a punto de suspender dos asignaturas.

Solliday carraspeó e intervino:

– ¿Qué asignaturas?

El señor Burnette se mostró muy desconcertado.

– Me parece que una es estadística. Caray, no lo sé.

Mia se irguió.

– Lo lamento, pero tengo que preguntarlo. ¿Su hija tenía algún problema con las drogas o el alcohol?

Roger Burnette entornó los ojos.

– Caitlin no tomaba drogas ni bebía alcohol.

Era exactamente la respuesta que la detective esperaba.

– Muchas gracias. -Mitchell se puso de pie y Solliday hizo lo propio. Mia había reservado lo peor para el final-. Aún no hemos identificado el cadáver.

El señor Burnette levantó el mentón y se ofreció:

– Iré yo.

La detective miró a Solliday, cuyo rostro continuaba estoicamente inexpresivo, aunque sus ojos se llenaron de compasión. Mia suspiró casi en silencio.

– Señor, no es necesario. Utilizaremos su historia dental.

La señora Burnette se incorporó bruscamente. Echó a correr al cuarto de baño y Mia dio un respingo al oírla vomitar. El señor Burnette se puso de pie sin tenerlas todas consigo y su cara adquirió un tono gris letal.

– Le daré los datos de nuestro dentista -afirmó y se dirigió a la cocina.

Mia lo siguió.

– Sargento, veo que cojea.

Roger Burnette dejó de mirar el pequeño listín negro y adoptó expresión de pesar.

– Sufrí un tirón.

– ¿Mientras trabajaba? -preguntó Solliday en un tono bajo y se detuvo detrás de la detective.

– Sí, perseguía a… -Dejó de hablar-. ¡Ay, Dios mío! Es por mi culpa. -Se apoyó en un taburete, junto a la encimera-. Alguien intenta vengarse de mí.

– Sargento, no lo sabemos -reconoció Mia-. Como sabe, tenemos que plantear las preguntas imprescindibles. Necesito los nombres de cuantos les hayan amenazado, tanto a su familia como a usted.

La risa de Roger Burnette sonó ronca.

– Detective, necesitará más hojas de las que tiene su libreta. Por favor, este asunto matará a mi esposa.

Mia titubeó, tomó una decisión y apoyó una mano en el brazo del sargento.

– Pudo ser azaroso. La investigación continúa. Si me dice el nombre del dentista le haremos una visita.

– Es el doctor Bloom. Vive en este barrio. -Burnette miró a Mia y apostilló con tono bajo-: Dígame, ¿la han… la han…?

Mia volvió a dudar antes de responder:

– Lo desconocemos.

El sargento desvió la mirada y espetó:

– Lo comprendo.

Mitchell se inclinó y volvió a llamar su atención.

– Sargento, lo que estoy diciendo es que realmente no lo sabemos. No se me ocurriría mentirle.

– Se lo agradezco. -Mia se alejó, pero el señor Burnette la sujetó del brazo y estuvo a punto de retorcerse de dolor. Aguantó y se emocionó al ver que al sargento se le llenaban los ojos de lágrimas-. Atrape al cabrón que le hizo esa barbaridad a mi niña -murmuró y la soltó.

Mia se irguió y el hombro le ardió.

– Le aseguro que lo atraparemos. -Dejó una tarjeta sobre la encimera-. Si me necesita, en el reverso figura mi número de móvil. Le agradeceré que no les comunique lo ocurrido a los amigos de Caitlin.

– Detective, conozco el protocolo -dijo Roger Burnette con los dientes apretados-. Entréguenosla lo antes posible… lo antes posible para que podamos enterrarla. -Se le quebró la voz.

– Haré cuanto esté en mi mano. Conocemos la salida… -Mia esperó a sentarse en el todoterreno de Solliday antes de soltar un bufido de dolor-. ¡Maldita sea, sí que me ha hecho daño!

– En la guantera hay analgésicos -ofreció Solliday.

Mia movió el brazo y se sobresaltó por la llamarada que pareció recorrerle el hombro.

– Acepto. -Buscó el frasco y se tragó dos pastillas sin agua-. El estómago no me lo perdonará, pero mi brazo le está muy agradecido.

El teniente esbozó una sonrisa.

– No hay de qué.

– Detesto esta clase de visitas. Sus hijos nunca la lían ni tienen problemas.

– Yo diría que si son policías es aún peor -opinó Solliday.

– Es verdad.

Mia se dio cuenta de que había pronunciado esas palabras con más fervor del que pretendía.

El teniente la miró antes de arrancar.

– ¿Lo dice por experiencia personal?

Mitchell supo que, si no se lo decía, Solliday acabaría por preguntárselo.

– Mi padre era policía.

El teniente levantó una ceja y, una vez más, se pareció al diablo.

– Ah. ¿Está jubilado?

– No, está muerto -respondió Mia-. Antes de que lo pregunte le diré que murió hace tres semanas.

Solliday asintió con la mirada fija en la calzada.

– Comprendo.

«No, no entiendes nada». Mitchell se dio cuenta de que no tenía ganas de discutir.

– Como todos, los hijos de los policías también pueden ir por mal camino.

– ¿Es lo que le ocurrió?

– ¿A qué se refiere? ¿A ir por mal camino? No, no perdí el norte. -Mia llegó a la conclusión de que no tenía por qué explicar nada más. Repasó sus notas-. Pudo ser accidental. Tal vez alguien entró a robar en casa de los Dougherty y encontró a Caitlin dándole de comer al gato.

– No estaba dándole de comer al gato. -Solliday la miró antes de volver a concentrarse en la calzada-. No ha querido decir nada ante Burnette, pero encontré páginas de un libro de estadística en el cuarto de huéspedes de casa de los Dougherty. Supongo que había ido a estudiar.

Mia pensó en la compasiva contención que el teniente había manifestado en presencia de los padres.

– Los Burnette no están obligados a saberlo. La discusión por las notas y el que hubiera ido a la casa a estudiar es lo mismo que echar sal en la herida. Iremos a casa de los Dougherty. Seguramente el equipo de especialistas ya habrá llegado.

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