Cuenta hasta diez
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Tras ser abandonados por su madre, un chico y su hermano peque?o terminan en la red estatal de hogares de acogida. Sin embargo, quienes a partir de entonces ten?an que cuidar de ellos los dejan a su suerte. Y a?os despu?s…
Reed Solliday tiene m?s de quince a?os de experiencia en el cuerpo de bomberos de Chicago, luchando contra los incendios y, sobre todo, investigando su origen. Pero nunca hab?a presenciado nada parecido al reciente estallido de fuegos provocados por alguien fr?o, meticuloso y cada vez m?s violento. Cuando en la ?ltima casa incendiada aparece el cad?ver de una mujer asesinada, Reed se ve obligado a colaborar con la polic?a. Y la detective de homicidios Mia Mitchell es una mujer impetuosa, m?s acostumbrada a dar ?rdenes que a recibirlas, y se niega a aceptar que los motivos habituales puedan ser la causa de un odio tan calculado. Algo m?s se esconde detr?s de todo ello…
Una intriga absorbente por una de las autoras con mayor ?xito de ventas en Estados Unidos, Gran Breta?a y Alemania.
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– Sí. Teníamos un perro. -Sonrió con tristeza-. Un chucho viejo y afectuoso. Cuando Tyler acababa con Andrew, Andrew se escondía en el granero. Lo encontré varias veces acurrucado contra el viejo chucho. Pero nunca lloraba. Simplemente acariciaba al perro; era un milagro que aún le quedara pelo. El día del incendio el viejo chucho estaba en el cuarto de Shane. También murió.
– ¿Nunca le contó nada al sheriff las veces que lo pillaban huyendo? -preguntó Spinnelli.
Tim esbozó una sonrisa irónica.
– ¿Se refiere al sheriff Young, mi tío?
Spinnelli lo miró con gravedad.
– Entiendo.
– Hay algo que me intriga, Tim -dijo Mia-. Dijo que ese día mintió y le dio a Andrew una coartada. No obstante, ¿cómo es posible que sus profesores o compañeros no reparasen en su ausencia?
– Buena pregunta -respondió Tim-. Verá, Tyler también era un matón en el colegio. Todos los niños lo sabían, y también los profesores. La maestra de Andrew al final de ese día de colegio habría sido la señorita Parker, una mujer joven y bonita que le tenía pánico a Tyler. Nadie «echó de menos» a Andrew ese día. -Tim suspiró-. A lo mejor, si lo hubiéramos echado de menos, nada de eso habría sucedido.
– No creo que pueda saber qué habría sucedido, Tim -dijo suavemente Reed.
– Tal vez no. Llevo todos estos años, desde que me fui de casa, intentando compensar lo que hice. Y lo que no hice. Ahora me toca hacer frente a mi parte de culpa en todo esto. No podré ser libre hasta que haya llevado a cabo algún tipo de resarcimiento, tanto legal como moral. Haré lo que me pidan.
Domingo, 3 de diciembre, 20:35 horas
Mitchell se creía muy lista. «Yo soy más listo que ella». Se acercó al coche de Penny Hill y sacó el maletín de debajo del asiento. Ahora se alegraba de haberlo olvidado allí. Si lo hubiera enterrado en el jardín, ahora estaría en posesión de Mitchell.
«Poli de mierda, pensaba que podía engañarme». Había encontrado la dirección de Milicent Craven con facilidad. Había llamado a Servicios Sociales y la operadora le había pasado a su buzón de voz. Fue una suerte que volviera a llamar cuando la operadora estaba ocupada con otra llamada. Bueno, suerte no. Fue el instinto. Sabía que parecía demasiado bonito para ser verdad. Cuando la operadora estaba ocupada, las llamadas eran desviadas a una línea automatizada. «Por favor, introduzca las primeras letras del apellido de la persona». Y eso hizo. Tres veces. Y las tres veces recibió la misma respuesta: «Ningún apellido coincide con las letras que ha introducido. Por favor, vuelva a intentarlo».
Así que Milicent Craven sonaba sospechosa. Probablemente fuera una impostora. Pero por si acaso se equivocaba, buscaría en las pertenencias de Penny Hill. La noche que la mató le habían organizado una fiesta de jubilación. Había regalos y tarjetas. Si Milicent Craven existía, tal vez firmara una de ellas. Tal vez su nombre apareciera en la agenda de Hill. Necesitaba saberlo.
Se sentó en el asiento y procedió a examinar el contenido del maletín. Estaba lleno de papeles y expedientes, pero entre todos ellos destacaba una carpeta con una etiqueta, Shane Kates.
Después de unos instantes, el corazón empezó a latirle de nuevo. Abrió la carpeta y contempló la foto que había dentro. Hacía nueve años que no miraba la cara de su hermano. Era un niño guapísimo. Demasiado guapo. Una tentación demasiado fuerte para pervertidos como el novio de su tía y Tyler Young. Ellos lo habían matado. Cada uno de ellos había matado a Shane.
Y todos estaban muertos. Penny Hill no era inocente. Tenía el expediente de Shane. Había sabido dónde estaba todo ese tiempo, todos esos meses infernales en casa de los Young.
Mitchell había mentido. No existía ninguna Milicent Craven. Había mentido para hacerle salir de su escondite. Era tan maquinadora como las demás mujeres. Y debía sufrir por ello.
Debía morir por ello, como Penny y Brooke y Laura y su tía.
Seguro que estaban vigilando la casa de Milicent Craven. En cuanto entrara, sería hombre muerto. De modo que no entraría. Y dominaría el juego. Mantendría el plan original. Haría que Mitchell viniera a él. Y luego la mataría. La vería arder.
Pero primero dormiría. Seguro que ella se pasaba toda la noche delante de la casa de Craven, esperándolo. «Mañana ella estará cansada y yo estaré fresco como una rosa».
Lunes, 4 de diciembre, 00:45 horas
– Despierta, Reed. -Mia le dio un codazo en la penumbra del coche. Estaban haciendo guardia, esperando a Kates. Anita Brubaker estaba dentro de la casa, armada hasta los dientes, mientras los coches camuflados vigilaban desde todos los ángulos. Si Kates se acercaba, lo sabrían.
– No estoy dormido -murmuró, volviéndose hacia ella-. Ojalá lo estuviera.
– Pobrecillo. Esta tarde has trabajado duro, limpiando tu casa.
Reed entornó los ojos.
– Dijiste que vendrías a ayudar.
– Es cierto… solo que más tarde. He ido a ver a Jeremy.
La mirada de Reed se ablandó.
– Te estás encariñando con ese chico.
Mia levantó el mentón.
– ¿Tan malo es eso?
– No, si no tienes intención de desaparecer. Habrá muchas personas que desaparezcan de su vida en años venideros. A ese chico no le espera una vida fácil.
Mia recorrió la zona con la mirada y al no ver nada extraño, se concentró de nuevo en Reed.
– Ojalá pudiera llevármelo a casa. Pero no puedo, no es un gato. Y ni siquiera tengo casa.
– Por eso lo has instalado con Dana. Es la segunda mejor opción. Has hecho bien, Mia. -Reed se reacomodó en su asiento con una mueca de dolor-. ¿De dónde ha sacado Spinnelli este coche? ¿De Yugoslavia?
Mia rio.
– No podíamos utilizar el tuyo. Kates lo conoce.
– Y cinco minutos en tu coche y tendría que ir a rehabilitación.
– Oye, que es un clásico. Yo no tengo la culpa de que seas demasiado grande.
– No lo entiendo, Mia. Esperas a cobrar para comprarte un abrigo, y muy bonito, por cierto, mucho mejor que el otro, pero tienes dinero suficiente para un coche deportivo.
– La mayor parte de mi dinero se lo lleva el abogado de Kelsey. Cada vez que estamos a punto de conseguir la condicional sube sus honorarios, por eso este mes he ido algo justa. Además, el coche no me salió tan caro. Necesitaba algunas reparaciones y David me lo consiguió por un buen precio. Había roto con Guy y quería algo que me levantara el ánimo, así que tiré la casa por la ventana. David lo arregló y mantiene contento el motor.
Reed frunció el entrecejo.
– Mia. -Titubeó-. En cuanto a Hunter…
– Amigos, solo amigos. Siempre hemos sido amigos, nada más.
No parecía muy convencido. Mia suspiró.
– Oye, te he contado todos mis secretos, pero no voy a contarte los de Hunter. Habría sido más fácil para los dos que nos hubiéramos querido, pero no fue así.
– Anoche estuviste con él.
Mia levantó un hombro.
– Supongo que me apetecía estar con otra persona ya que no podía tener a quien quería. -Sonrió-. Pero las cosas cambian.
Reed sonrió a su vez.
– Es cierto.
– Olvidé preguntártelo. ¿Ganó Beth el concurso de poesía de anoche?
– La primera en su grupo de edad.
– ¿Te ha leído su poema?
Reed negó con la cabeza.
– No hemos hecho las paces hasta ese punto.
– Deberías pedirle que te lo lea. Es bueno.
Reed arrugó el entrecejo y contempló las sombras por la ventanilla.
– Christine escribía poesía.
Mia pensó en el cuaderno de poemas que había encontrado. «Aquí tienes mi corazón».
– ¿En serio?
– Nos conocimos en la universidad. Yo estaba siguiendo un curso de literatura y la poesía era para mí como chino. Me vio fruncir el entrecejo y me dijo que si la invitaba a una taza de café me lo explicaría todo.
– Y eso hizo.
– Ajá. Luego me leyó sus poemas y fue como… como escuchar ballet. Christine trajo belleza a mi vida. Me había vuelto un hombre disciplinado en el ejército, me saqué una carrera, me convertí en un hijo del que los Solliday estaban orgullosos, pero no sabía crear belleza. Christine lo hizo por mí.