La Trama China
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La trama china explora el fascinante y emocionante mundo de las regiones m?s remotas de China, donde la lealtad, la codicia y el amor se enfrentan con aterradoras consecuencias.
La detective china Liu Hu-lan y su prometido, el abogado estadounidense David Stark, se ven enfrentados a una asombrosa trama de violencia y conspiraci?n cuando una vieja amiga -de una aldea del interior de China- le pide a Hu-lan que descubra la verdad sobre el sospechoso suicidio de su hija.
El caso resulta alarmantemente personal por partida doble, ya que involucra el propio pasado de la detective y el siniestro secreto de una f?brica estadounidense de juguetes ligada al bufete de David.
Una subyugadora novela de intriga, con una ambientaci?n generosa en matices y enriquecida con la complejidad de las relaciones entre dos culturas diferentes.
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Hubo un instante de silencio hasta que David oyó el ruido de tacones sobre la acera, gritos y alguien que empezaba a gemir de dolor. David se puso de pie temblando, cruzó la calle a trompicones y se arrodilló junto a su amigo. Los huesos del brazo izquierdo de Keith eran astillas irregulares blancas que salían de la carne. Las piernas, inmóviles, formaban ángulos anormales. Le salía sangre a borbotones de una herida en una pierna, probablemente donde le había dado el parachoques cromado. David le tomó el pulso en el cuello. Milagrosamente, seguía vivo.
– ¡Socorro! ¡Ayuda por favor! -gritó.
David tenía cierta idea de cómo hacer un masaje cardiopulmonar. Pero ¿debía mover la cabeza de Keith para hacerle el boca a boa? Quizá tuviera el cuello roto, lo que parecía bastante probable a juzgar por la inmovilidad del los miembros.
¿Debía masajearle el pecho? Si las heridas internas eran demasiado graves, tal vez le haría más daño. Por lo menos podía hacer algo con la hemorragia. Apretó la mano sobre la herida para cortarla. En ese momento Keith abrió los ojos y gimió. Trató de hablar, empezó a salirle sangre por la boca y abrió aún más los ojos de terror.
– Estoy aquí -dijo David-. Te recuperarás.
Al ver la sangre que empapaba sus propias manos y el charco formado alrededor de la cabeza de su amigo, David supo que le había mentido. Keith se moría y estaba aterrorizado.
Se oyó una sirena a lo lejos.
– ¿Has oído? Es una ambulancia. Aguanta. Llegarán enseguida.
Keith trató de hablar, pero sólo le salió un borbotón espumoso de sangre. Empezó a tener convulsiones y a salpicar sangre en la pared, la acera y el propio David. Le sacudió el último estertor y se quedó inmóvil.
Arrodillado junto al cuerpo, con las manos y la ropa ensangrentadas, David hizo lo que solía hacer en las emergencias: se retiró a su forma de pensar lineal. Cuando llegara la policía, los ayudaría con el informe. Había visto el coche: un jeep negro, un modelo bastante nuevo, pero no había tomado el número de matrícula. Les diría que en realidad el objetivo era él, y los agentes se ocuparían de llamar al FBI, que emitiría una orden de búsqueda y captura contra los integrantes que quedaban del Ave Fénix, a los que había subestimado tanto. En lugar de dispersarse, como había calculado, habían preparado un plan de asesinato. Pero habían fallado, y matado a Keith y herido a un transeúnte que estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado.
Diría a la policía que el conductor no había visto a Keith, puesto que no había intentado esquivarlo. Después sacaría el coche del aparcamiento y se iría a casa. Cuando llegara, seguramente un equipo del FBI ya habría registrado todas las habitaciones y volvería a instalarse allí. Durante las siguientes semanas, David conviviría con los agentes, por lo que no podía esperar nada de intimidad ni libertad. Pero antes que nada debía llamar a las oficina de Phillips, MacKenzie amp; Stout. A lo mejor era el primero en informar a Miles Stout de la muerte de Keith. Lo pondría al corriente de los detalles, le ofrecería ayuda para preparar el funeral sabiendo perfectamente que Miles querría controlarlo todo, como controlaba tantas otras cosas. Por su mente cruzó el pensamiento trivial de asegurarse de que le hubieran traído el traje azul de la tintorería para el funeral de Keith.
Pero esa vez identificó algo más, algo diferente, en medio de todos esos pensamientos prácticos. No sentía angustia ni desesperación, ni asco por el olor a sangre, mezclado con otros olores que emanaba el cadáver. Ni preocupación por cómo se limpiaría toda esa sangre. Ni miedo de que el objetivo hubiera sido él. Sólo una abrumadora sensación de culpa: su propia negligencia había provocado la muerte de Keith.